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El
pasado mes de agosto estuve unos días de vacaciones en dos ciudades
rusas bien distintas, San Petersburgo y Moscú...
Lo
primero que me gustaría comentar es que, no
pretendo en este reportaje, fomentar el turismo a
los principales lugares y edificios que
se muestran en las fotos: Museo del
Hermitage de San Petersburgo, Catedral de San
Basilio, Kremlin, Plaza Roja de Moscú,
el metro, San Salvador de la Sangre Derramada,
Monasterio de Sergei Posad cercano a la capital,
o los maravillosos jardines del Palacio de Petrodvorets
más
próximos a San
Petersburgo...
En
este trabajo, me gustaría transmitir
las sensaciones contradictorias que sentí durante
la estancia de una semana en las dos ciudades visitadas.
Una,
la más importante, fue el gran placer de contemplar
la grandiosidad de sus espacios abiertos y de los edificios.
Sensación, que por otro lado, me indujo a
pensar en un cierto complejo de inferioridad
que probablemente dominaría a alguno de sus Zares. Todo lo que veían en sus viajes por ciudades de Europa, trataban de emularlo en sus palacios, elevado a
la enésima potencia.
La otra, fue descubrir la falta de seguridad
de un fotógrafo
que porta una cámara de cierto tamaño,
que observa y que a la vez se siente observado por
miradas de amantes de lo ajeno.
Esta circunstancia, no me permitió
pasar todo lo desapercibido que me hubiera gustado
entre la gente, concentrado en mi pasión, que no es otra que hacer fotos. Mi deseo
era fotografiar personas, situaciones y en menor
medida calles, canales o edificios, ya que cualquier guía turística
anda sobrada de estas fotos. Sin embargo al tener que ir mirando
de reojo a ciertos personajes, sentía que debía atender
más a la custodia de mi máquina, que las fotos que estaba haciendo. No me importaba que me robaran dinero, pues al fin y al cabo, uno puede pasar sin
rublos, pero no hubiera resistido varios días sin hacer fotos.
Mi
intuición no me engañó. Lamentablemente, algunos compañeros de viaje perdieron sus
rublos y también alguna que otra cámara.
Quizá
por eso,
en
San Petersburgo, y aunque la guía
se empeñara
en decir una
y otra vez, que
era "oro todo lo que relucía" en
las cúpulas
de las iglesias,
en mi modesta opinión, pienso que no era del todo cierto, visto lo visto. Bastantes
de sus
edificios y muchas de las caras de la gente, puede que llevaran una buena capa de purpurina y maquillaje que
escondía su verdadero interior.
Por
debajo portaban
pasados con tiempos muy duros, batallas donde cayeron millones
de rusos
y, no sé por qué me da, que algunas ganas de ocultar al mundo su pasado comunista,
eliminando ciertos símbolos de sus añejas
calles,
para exhibir otros con anuncios de Coca-Cola, McDonalds, etc., subsistiendo también en los subterráneos del metro unos cuantos delincuentes, algunos
con corbata, enfundados en trajes oscuros, con permanentes intentos de sustracción de dinero, móviles o carteras a los turistas.
En
fin, "ventajas" de una etapa de transición al capitalismo, en la que todo el mundo quiere tener de todo. Supongo que algún día volverán
a quitar ciertos
luminosos de
los que ahora destacan en edificios maravillosos.
Con todo y con esto, ni que decir tiene que San
Petersburgo resulta ser toda una joya arquitectónica.
En mi opinión y por mi tendencia a disfrutar
de los espacios abiertos, me impresionó
una vuelta en barco por el caudaloso río Deva y la visión
de la gran plaza, donde se situa
el obelisco y el
museo del Hermitage.
Fue todo un descubrimiento, apareciendo tras
la vuelta de una esquina, totalmente
vacía, verdosa y grandiosa, con millares
de adoquines relucientes en una maravillosa
tarde de lluvia.
Un paseo por los jardines de Pedtrodvorest, con el mar Báltico al fondo y sus espectaculares fuentes cautivan a cualquiera. En mi opinión y sin menospreciar a Versalles, infinitamente mejores.
Continúa...
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